Ciclos de la vida: por qué es necesario mantenerse activo en todas las etapas

ESPIRITUALIDAD (por Bernardo Stamateas). En cualquier etapa de la vida, está prohibido “jubilarse” mentalmente, es necesario mantenerse activo.

Comencemos por la infancia. Durante este período, desde el nacimiento hasta los 12 ó 13 años, la función de los padres es la de “cuidar” a sus hijos; y la de los pequeños, la de “jugar”. Nunca hay que transmitirles problemas de pareja, sexuales o económicos, de manera tal que ellos puedan dedicarse a jugar. El juego es la plataforma de la salud mental de los niños.

Los adultos jamás debemos transmitirles nuestras angustias a nuestros hijos, pues ellos no son nuestros amigos. Algo que no debemos olvidar son los límites. A pesar de que estos tengan un “marketing” negativo, y muchos padres no deseen fijarlos por lo vivido en su pasado, un límite jamás limita, sino que libera. Ayuda a los menores a comprender dos vocablos importantes: “Sí” y “No”.

Luego, transitamos la adolescencia. Si el trabajo del niño es jugar, el del adolescente es “rebelarse”. Si a los padres les gusta cocinar, a ellos no le gustará; si a los padres les gusta el rock, a ellos les gustará otro tipo de música totalmente diferente. Viven el “No sé, pero me opongo”. Construyen por la negativa. Esto se debe a que su “yo” es débil, porque no son ni niños ni adultos. Avanzan retrocediendo: miran hacia adelante, pero por el espejito retrovisor vuelven hacia atrás.

“Quiero ser grande y voy a hacer lo que yo quiero; pero dame plata”, dice el adolescente. Quiere ser adulto sin perder los beneficios de la infancia. En esa construcción, los padres se convierten en villanos (antes eran héroes): “Vos no sabés nada; no me digas lo que tengo que hacer”. Así provoca el desprendimiento. Descalifica a los adultos porque está construyendo su identidad. Para un adolescente, es “normal” ser “anormal”.

Debemos permitirles una frustración medida. Si lo tienen todo, perderán la capacidad de valorar aquello que se obtiene con esfuerzo y dedicación. Por eso, hay que ayudarlos a “historizarse”: saber que existe un pasado, pero también un futuro hacia el cual tienen que extenderse. No los “soltemos”, resistamos incluso hasta más allá de los 20 años. Y, sobre todo, mantengamos la comunicación para no desarticular el vínculo. La cultura de la ternura es indispensable en este momento.

Luego, llegamos a la adultez. ¿Qué sucede en esta etapa? En la juventud, queremos accionar: viajar, formar pareja, ganar dinero, lograr metas. De adultos, necesitamos “producir”. A medida que avanzamos, nos damos cuenta de que el tiempo se cotiza en oro. Cada minuto se va para no volver más. Observamos envejecer a nuestros padres y morir a los héroes del cine.

Descubrimos que el tiempo nos saluda: la vista nos avisa que estamos envejeciendo; comenzamos a sentir dolores en el cuerpo, etc. Al final de cada década, tiene lugar la revisión: qué hice, qué logré. También, el deseo: ¿Soy deseado o no soy deseado? Es allí donde comienza una segunda adolescencia, que incluye la conciencia del cuerpo y la necesidad de ser mirados y deseados.

Y a continuación, sobreviene la adultez mayor, aproximadamente a partir de los 65 años. La muerte no es la etapa asociada a la vejez, ya que esta puede aparecer en cualquier momento de la vida. Tampoco debemos asociar vejez con decrepitud. Todos podemos llegar a esta etapa activos: trabajando y/o estudiando, con buena salud, fortaleza y mejora continua.

Cada etapa tiene su encanto. Cuanto más avanzamos, más positivos deberíamos volvernos. Somos seres trascendentes que buscan una descendencia. Y, en la vejez, la trascendencia consiste en transmitir a otros la propia experiencia, la “sabiduría de la vejez”. En ningún escalón evolutivo lo tenemos todo ni nos falta todo. Por eso, hay que disfrutar cada momento y dejar un legado.

Está prohibido jubilarse mentalmente. Necesitamos mantenernos activos, en la medida de las posibilidades de cada uno. Lo ideal es sembrar y cosechar a lo largo de toda la vida, en cada etapa. Y siempre los vínculos afectivos son nuestra posesión más valiosa. Los objetos nos brindan felicidad por un tiempo determinado; pero los recuerdos de experiencias gratas compartidas, como un viaje o una celebración, duran para toda la vida.

Fuente: La Nación